Crítica de Candyman: el mito no muere, renace

Digan su nombre cinco veces... La leyenda regresa con Yahya Abdul-Mateen II (Aquaman, Watchmen) al frente.

¿De qué va? La leyenda de Candyman vuelve a acechar tanto a Cabrini Green como a sus alrededores en busca de un nuevo heredero, ya que la chispa del horror no debe ser silenciada nunca.

Desde los primeros minutos del film, contemplamos el cómo los logos de las productoras y desarrolladoras del metraje se muestran a la inversa, de tal forma que nos hace inclinar levemente la cabeza hacia la pantalla y pensar en que “parecen reflejadas”. No son las de siempre, pero son las mismas. Son diferentes, pero iguales.
Durante los títulos, unos planos aberrantes de los edificios de Chicago inundados de una neblina opaca, que sirven como techo de aquellos gigantes de concreto, o tal ves como base, ya que es difícil comprender dónde comienzan y donde terminan. Acompañando a lo visual, los primeros compases de la música compuesta por Robert A.A. Lowe remarcan el tinte turbio y siniestro de lo que vamos a ver a continuación.
De esta forma da inicio esta “secuela espiritual”, que no solo trae a nuestros días la leyenda conocida, sino que la trae de forma reforzada, a tal punto que se antepone a la primera entrega, ofreciendo un show tan grotesco como placentero.

Ubicados en una Cabrini Green setentosa, presenciamos la marginalidad de la comunidad negra que se mantiene bajo la sombra de la ley, para que el blanco supremacista refuerce su poder autoritario y salvador. De esta forma somos partícipes de cómo estar fuerzas opresoras apalean hasta la muerte a un supuesto asesino de niños que rondaba por la zona, el cuál se hacía llamar a sí mismo Candyman. No solo que no era el culpable de los crímenes que sucedían a la redonda, sino que aquella matanza indiscriminada da inicio a un eco mortal que retumba en el presente.

Ubicados en tiempo actual, seguimos los pasos de Anthony (Yahya Abdul-Mateen II), un pintor que pasa por una meseta creativa que no lo hace ver más allá de su yo pasado. Recientemente mudado con su pareja y galerista Brianna (Teyonah Parris), el hombre escucha atentamente, durante una cena de bienvenida, aquella historia en la que Helen Lyle -interpretada en el pasado por Virginia Madsen– invoca excépticamente a Candyman y sucumbe en la locura, de tal forma que osa en sacrificar un niño para contentar al mito del hombre con mano de garfio.

Es así que Anthony cree que allí, en la Cabrini Green que tanto terror trajo en el pasado, se encuentra aquella inspiración que necesita. De esta forma se da inicio, o reinicio, a la leyenda de Candyman, y de cómo el terror que impone no es más que un grito desesperado de atención.

Nia DaCosta (Little Woods) nos trae su segunda película, y con ella un repertorio de orgasmos tanto visuales como sonoros. La inteligencia de la película descansa, principalmente, en el leitmotiv de los espejos, y de lo que estos reflejan. Lo que vemos en ellos es aún más que lo que percibimos a simple vista. Una vez invocado el demonio, aquellos cristales, que descansan a un costado del escenario, se vuelven en el foco del verdadero horror. A medida que avanza el film, los espejos, que inician como un simple rincón del baño, se transforman en grandes puertas que dejan entrever el escepticismo y la ingenuidad de aquellos que dudan sobre el mito.

A lo largo del metraje, las pinturas que realiza el protagonista reflejan el cómo su psiquis se va corrompiendo gracias a su obstinación en querer conseguir la grandeza más que el comprender el verdadero foco de la leyenda urbana. Es así que los acrílicos se transforman lentamente en sangre y miel, de la obsesión por crear una obra revolucionaria nace el despertar de un pasado que se creía enterrado. De esta forma, un Anthony consumido, alienado de su pareja y de su profesión, pinta no sobre los suyos, sino que pinta sobre él, sobre lo que fue y lo que será.

Durante todo el film, DaCosta demuestra su elegancia en los escuadres que llenan de diagonales la pantalla. La simetría se va torciendo a medida que transcurre la historia, como así la luz, que se transforma en la noche más oscura. El arte se degrada paulatinamente en ropas manchadas, trazadas por grotescos trazos que remarcan el pedido de ayuda del protagonista, que queda encerrado en el cuerpo del mal.

La historia avanza conforme a la transformación de Anthony, como también de la misma leyenda, que nos trae tanto sus inicios como sus diversas interpretaciones. El relato oral se convierte en una narración que pone a prueba tanto al que la nombra como al que la escucha. El verdadero horror del film no esta en el exquisito gore ni en los gritos de sus víctimas, está en aquella fuerza omnisciente, que espera a que veas el espejo y cometas ese error tan estúpido como tentador.

Decí cinco veces su nombre y morirás, pero no por ser el elegido de una fuerza aleatoria y malévola, sino por ser ingenuo, por tentar el verosímil del relato y tomarlo por una banal leyenda urbana. Es acá, entre la voz temblorosa de los que se atreven y el reflejo de una normalidad aparente, que el mito se transforma en realidad, pintando el cuarto de un rojo salvaje, y dejando la huella del dolor de aquellos que sufrieron injustamente.

Por más que la denuncia racial esté presente, el film va más allá de tratarse sobre el “matar al blanco”, sino que nos presenta a un villano, o justiciero necesario, que pregona el dolor y calla al opresor ingenuo que recorre los rincones de un mundo golpeado.
Candyman
es sobre la historia que necesita ser contada, sea como mito o cuento de hadas, es sobre el grito de una comunidad que no solo revive, sino que se transforma y se hereda.

 

 

 

 

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Lucas Soto

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