Crítica de Broken City

El candidato a la alcaldía Nicholas Hostetler no confía en su esposa. La sombra de la traición lo acosa a cada instante y, dispuesto a acabar con su incertidumbre, contrata a un ex policía que ahora trabaja como detective privado para que investigue una posible aventura de su mujer.

La historia de dos ciudades protagonizada por Allen y Albert Hughes ha encontrado al primero de los hermanos como el ganador con el estreno de su Broken City, mientras el otro aún lamenta la demora indefinida en la producción de su proyecto, Motor City. Esto no significa necesariamente que con ella se haya anotado un triunfo, aunque sí suponga uno de los trabajos más aceptables de un realizador que alcanzó su pico 20 años atrás, cuando se presentó en el mundo del cine con Menace 2 Society.

Hay que darle crédito, no obstante, por intentar abrazar el neo-noir -aunque se quede a mitad de camino-, un género prácticamente en desuso afectado por la carencia de originalidad de la industria. En su relato de una ciudad corrupta y un detective privado con problemas de alcoholismo, el director expone flagrantemente el motivo por el cual este tipo de películas se han dejado de hacer. Son pocas las veces que se puede estar en presencia de un trabajo que esquive con tanta gracia el cliché, para caer minutos después en los más anquilosados lugares comunes.

El problema de una película como Broken City es la simpleza de una producción que quiere ser más grande, con un guión prefabricado que no desafía la inteligencia del espectador, sino que por momentos la subestima. Basta ver el armado en torno a una de las revelaciones finales, cuyo impacto sólo puede hacer mella en un protagonista que ignora la situación, pero de la que el público está consciente desde los primeros cinco minutos. Las coincidencias y las dudosas elecciones de los personajes tampoco ayudan a reforzar lo escrito por el debutante Brian Tucker, que necesita pedirle a quien vea que ignore tal o cual punto en pos del disfrute generalizado, lo que supone una pérdida porque, en definitiva, se trata de un producto entretenido en su totalidad.

Mark Wahlberg entendió que la comedia es lo suyo y hace del humor uno de los puntos fuertes de su duro investigador. Años atrás, en ese nefasto 2008 de Max Payne y The Happening, a un personaje como este lo hubiera llevado al borde de lo ridículo, pero el oriundo de Boston ha madurado mucho con sus últimas películas y ya no le queda grande encabezar una película. Russell Crowe es quien ha optado por la hiperbolización personal en este punto de su carrera, con un villano de caricatura en clave Sid 6.7 –el malo de Virtuosity– que se suma al miserable grotesco de su Javert en lo último de Tom Hooper y a la parodia festiva de su Jack Knife en The Man with the Iron Fists.

Broken City es, como su nombre indica, una película rota, destrozada por la crítica, desvencijada por sus propias limitaciones. El suspenso no es sencillo y el guión mediocre de Tucker lo hace evidente, sin embargo Wahlberg y en menor medida Hughes logran llevar a buen puerto una película que, por sus inconvenientes, debió haberse hundido. Es que en la búsqueda de un thriller de suspenso cuyo tronco argumental es básico, son las ramificaciones las que permiten que se destaque. Con algún volanteo de la trama justo antes del lugar común -lo que prueba que alguna de las balas disparadas no eran salvas-, lo que realmente eleva a la película es el efectivo humor de su protagonista, el debate político del villano con Barry Pepper, las intervenciones de este junto a Kyle Chandler y la momentánea lucidez para no caer por completo en el comentario social, lo último que hubiera necesitado un proyecto que, de ser en su totalidad como el horrendo plano final, hubiera sido un cero.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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