¿Qué pasaría si un niño de otro mundo aterrizara en la Tierra, pero en lugar de convertirse en un héroe para la humanidad, demostrara ser algo mucho más siniestro?
Las dos entregas de Guardians of the Galaxy han confirmado a James Gunn como uno de los realizadores más interesantes que trabajan en el saturado ámbito de los superhéroes. Un director capaz de conjugar un gran sentido del humor con un corazón de igual tamaño, sin perder de vista el espectáculo visual, la acción o el desarrollo de sus personajes. Brightburn es la película que lo ayudó a transitar el despido de la tercera aventura de los Guardianes de la Galaxia, más allá de que al momento del estreno haya sido re-contratado y sumado The Suicide Squad en el proceso. Y en su faceta como productor nos introduce un proyecto que se permite jugar dentro de un terreno demasiado conocido en estos tiempos, pero con una vuelta de tuerca en términos de género. Nos acerca a lo que es el terror de los superhéroes.
Convengamos que Brightburn no es la primera en hacerlo. Swamp Thing de Wes Craven, The Toxic Avenger –de Troma, la productora de la que salió Gunn-, Darkman, The Crow, Blade, Spawn, Hellboy, Constantine, Ghost Rider o la reciente Venom han explorado ciertos elementos del horror en el marco de una película de superhéroes, no obstante la aproximación es una más bien convencional. Esto es, el antihéroe castigando a los que han hecho el mal. Brightburn, por el contrario, sería más bien la historia de origen de un villano. Es una subversión al subgénero, que toma como punto de partida la historia de Clark Kent para ponerla de cabeza. ¿Y si Superman fuera malo? Esa es la pregunta que se formula la película. Básicamente la única.
Para el caso prefiero la comparación con Goku, en la historia de origen que nos brindó la serie original y no la versión modificada de Dragon Ball Super: Broly. Es decir, el bebé enviado a la Tierra por una raza superior no para proteger su vida, sino para la conquista de la humanidad. La cuestión detrás de la maldad del protagonista se resume a una indagación en lo que es una discusión psicológica antigua, la naturaleza versus la crianza. Se es o se hace. Dragon Ball o Superman resuelven el debate de una forma clara, predomina lo adquirido sobre lo innato. Brightburn también toma una postura firme, pero por la opción contraria.
Un matrimonio que no puede concebir recibe el regalo del cielo que tanto han anhelado, un bebé extraterrestre en una nave espacial al que crían como propio y no le revelan la verdad de su identidad hasta que ya es tarde. Brian y Mark Gunn –el hermano y primo del reconocido director- toman eso como punto de partida para que David Yarovesky indague en el terror de una situación así. Brandon Breyer descubre que no es un niño corriente y desde el primer momento empieza a utilizar sus habilidades para satisfacer sus deseos oscuros. No hay educación que valga ante semejante hallazgo.
Y con eso, el director se permite explorar las alternativas que le ofrece el horror, con una mente perturbada que acecha a sus víctimas –hay algo de The Strangers en sus modos- previo a desatar una incontenible violencia de resultados sangrientos. Sin ser particularmente destacada en términos visuales y con una dirección que no aprovecha al máximo las herramientas que el cine le ofrece -se mueve más bien por lugares comunes de lo que es un film con un niño diabólico-, se consolida como un competente híbrido entre los dos géneros. Uno que, como buena película de terror, necesita que los personajes tomen decisiones torpes a pesar de la enorme evidencia que indica una cosa, antes de llevarlos a tomar resoluciones valientes que en definitiva destacan a Brightburn.
Su premisa es simple y la cumple. Si hubiera una secuela, la vería sin dudarlo -de hecho parece pensada como un puente hacia ella-. Es que se trata de una propuesta satisfactoria, más allá de que no termina de explotar lo que podría ser por la falta evidente de una segunda mirada. El miedo y la negación sirven como los hilos conductores, pero no hay confrontación. No hay un Jonathan Kent o un Son Gohan que modelen al protagonista, que hagan valer esa crianza de años. Más allá de los buenos trabajos de Elizabeth Banks y David Denman, hay una pasividad que conduce a Brightburn del punto A al B sin desvíos. Y al darle rienda suelta, se la limita.
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