Crítica de Amour

George y Anne son dos profesores de música clásica jubilados con una gran cultura. Su hija también se dedica a la música y vive fuera de Francia con su familia. Un día, un inesperado suceso cambiará sus vidas para siempre y el amor que ha unido a la pareja durante tantos años se verá puesto a prueba...

«Si la amas déjala ser, si la quieres déjala volar»
(Nunca Quise, Intoxicados)

Con Amour, igual que había ocurrido años atrás con Das weiße Band, se confirma una vez más el peso de Michael Haneke dentro del cine europeo y con ello su status de intocable. Con el Oscar bajo el brazo y la crítica mundial que alaba su trabajo más reciente, es tarea de pocos el señalar que sin dudas se trata de una de las películas más sobrevaloradas de los últimos años.

Desde el vamos que, en apariencia, supone un marcado cambio de dirección en lo que es su filmografía. El austríaco que una y otra vez se ha dedicado a explorar la crueldad, se pone detrás de un film sobre un matrimonio anciano que se ve golpeado por la enfermedad y siente cómo el amor que se profesó empieza a ser puesto a prueba. Aún con una premisa que la presentaría como una propuesta diferente, la firma del director se nota en todo momento, con sus planos largos, la ausencia de música y, desde luego, esa voluntad de polemizar y trascender al cine tan propia de realizadores aclamados por los festivales del mundo, como Lars Von Trier o Gaspar Noé, evidente en cada vuelta de un guión que apunta a sólo a reflejar en breves viñetas los achaques del padecimiento, de forma similar al cómo se construyó esa otra producción francesa ponderada por la crítica, Intouchables.

Amour es, en definitiva, solamente un duelo de actores. El desempeño de Jean-Louis Trintignant es notable y la nominación al Premio de la Academia de Emmanuelle Riva lo ha opacado injustamente. Ambos ofrecen destacadas interpretaciones que sostienen una producción tediosa de escasos personajes que, además, transcurre prácticamente en su totalidad dentro de una misma locación. Jean-Louis y Emmanuelle se entregan de cuerpo completo a George y Anne, lo que supone que el tortuoso camino de la enfermedad y la vejez haga absolutamente creíble la degradación física y emocional que los dos experimentan, aún a pesar de Haneke.

Es que pedirle a un director sádico que hable del amor, es como pedirle al ermitaño de Terrence Malick que enseñe sobre la vida y sus hombres. El austríaco subraya con marcador grueso el sentido de su film, incluye un sueño para reforzar la idea de asfixia de su protagonista masculino o una escena con una paloma como la liberación final de quien agoniza. En ese sentido, se habla de la economía de recursos o de la potencia narrativa de un realizador que necesita incluir secuencias totalmente fuera de lugar como para que su relato se entienda, aún cuando no aportan nada a la comprensión general y sólo sirven para sobreexplicar lo que dos muy buenas actuaciones dejaban claro. Con Amour se evidencia una vez más que Haneke entendió demasiado bien que torturar a sus protagonistas y al espectador es lo que sirve a la hora de cosechar premios.

 

 

 

 

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Migue Fernández

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