Junto a House of Cards, Orange is the New Black fue uno de los programas con los cuales Netflix comenzó su dominación digital en 2013. El drama político subsistió durante 6 temporadas y un cambio tectónico con la salida de su protagonista masculino, mientras que la dramedia tras rejas fue elevando su status hasta su cuarto año, cimentando el favoritismo de la compañía al renovarla por tres temporadas más. Se demostró una confianza absoluta en el producto, a pesar del desgaste que conlleva el tiempo y la pérdida del interés de la platea al ver confinada la acción, mayormente dentro de las mismas paredes, durante varios años.
Si bien la creadora Jenji Kohan y su equipo fueron ideando sucesos y arcos argumentales para infligir sobre el variado elenco entre manos, las últimas temporadas no estuvieron a la altura de las primeras, y mucho también afectó el tono, donde a veces la comedia se veía aplastada por la realidad dramática de las situaciones vividas. Con el anuncio de que la séptima -la tercera de ese gran paquete de renovación al final de la cuarta- sería la última para el programa, pareciera que Kohan y compañía finalmente se sentaron a hacer los deberes. Con la línea de llegada en vistas, se propusieron entregar un final que cierra los viajes de personajes tan queridos al mismo tiempo que refleja los duros tiempos que corren en Estados Unidos. Si bien deberíamos obviar el hecho de que Piper Chapman (Taylor Schilling) cumplió una condena de alrededor de 18 meses desde el comienzo de la serie al final de la sexta, y los guionistas jugaron cuestionablemente con esta temporalidad, la actualidad de los centros de detención de inmigrantes era una oportunidad demasiado jugosa para dejar pasar, motivo por el cual el final enarbola una bandera por los derechos humanos más que presente, elevando lo que sería una tirada de episodios corriente hacia territorio indispensable.
Fanático declarado de Orange is the New Black desde la segunda temporada, incluso en sus lugares más bajos y áridos, la séptima entrega fue devorada en apenas 48 horas. Trece capítulos de alrededor de una hora, exceptuando el final de 90 minutos, cuya trama se beneficia de abocarse a realizar una maratón para no perder el hilo. Es uno de los productos de Netflix que realmente se apega a las reglas del binge-watching y saca sus réditos del formato, amén del hecho de que las redes sociales parecen serlo todo hoy en día y el peligro de arruinarse el destino de los personajes está a un desliz de pantalla de distancia. Todos estos factores se sumaron al horror de ver como las líneas argumentales se mueven y provocan reacciones muy violentas como espectador frente a lo que viven las presas. Piper sigue siendo el punto de entrada por antonomasia y su camino prosigue en el mundo exterior, esta vez echando luz sobre la reinserción a la sociedad de una persona ex-convicta. Con toques de ligera comedia y algo de drama como es usual, la vida de Piper no es color de rosas pero sale bien parada en comparación con otras compañeras, a las cuales les espera algo mucho peor. El ser una mujer blanca anglosajona todavía le permite retener ciertos privilegios de nacimiento, pero expone lo que es tener el estigma de haber estado presa en cada círculo social, como una letra escarlata marcada a fuego, bien visible. Su relación con Alex Vause (Laura Prepon), quien sigue cumpliendo condena, hace la relación más que tirante, pero su conflicto y resolución son el peor de los males en vista de las circunstancias de sus compañeras.
Y si hablamos de privilegio blanco, nos vamos hacia el otro extremo. La alguna vez adorable Tasha Taystee Jefferson (la enorme, ENORME Danielle Brooks, quien se encarga también de cerrar la serie con una bellísima y trágica canción en los créditos) se ha sumido en una tristeza inconmensurable luego de haber sido acusada de un crimen que no cometió y fue su foco argumental el año previo. Toda la séptima se la pasa deambulando en la cuerda floja entre la vida y la muerte, sopesando cada decisión a la cual se enfrenta, decidiendo si la salida fácil (léase una sobredosis) es mejor que el destino impartido injustamente, que la tiene entre cuatro paredes con reclusión perpetua. La pérdida de la inolvidable Poussey, su mejor amiga, al final de la temporada 4 sigue pendiente sobre su cabeza, y el tire y afloje de los guionistas frente a la resolución de su historia es uno de los puntos sobresalientes que tendrá a mas de uno comiéndose las uñas frente a uno de los personajes más adorados de todo el universo de Litchfield. La siempre hilarante Cindy Hayes de Adrienne C. Moore ha propiciado la situación de Taystee al declarar contra ella, y es una de las beneficiadas de una liberación prematura, pero en el exterior deberá lidiar con una situación familiar a punto de estallar, y también el ostracismo de una convicta negra intentando volver a la sociedad. En el medio tenemos las historias de varias otras reclusas de siempre, como la Pennsatucky de Taryn Manning tratando de conseguir un título secundario pero con trabas en el sistema que no contempla sus disminuidas capacidades de aprendizaje, el agudo descenso a la demencia de la Red Reznicov de Kate Mulgrew y el declive mental de Morello (Yael Stone) y los intentos de Nicky Nichols (Natasha Lyonne) por mantenerlas a flote.
Pero nada puede prepararlos para el golpe que es la línea argumental sobre el centro de detención. De una ilegalidad inhumana que no se puede describir por palabras, ahí va a caer Blanca (Laura Gómez) viviendo en carne propia el aguantadero animal que es el centro antes de un juicio apresurado y una rápida deportación a los países de origen de las acusadas, sin importar si tienen una vida e hijos a cuestas siendo inmigrantes en la Tierra de los Sueños. Blanca es nuestro punto de entrada a este nuevo mundo vil, y alrededor las acompañan ciertas caras conocidas de la prisión de máxima seguridad trabajando desde la cocina del centro, mientras la siempre recia Natalie Figueroa (Alysia Reiner) se encarga de manejar el centro como puede, seguida de cerca por esa relación tan particular que tiene con Joe Caputo (Nick Sandow). Los centros de detención de inmigrantes han aparecido tristemente en primera plana en los últimos meses y, si vamos a medirle el tiempo a Orange is the New Black, es imposible que la historia global de los 18 meses de Piper se estiren hasta la actualidad, pero esa cuestionable flexibilidad se le permite en favor de las historias más descorazonadoras que verán en la televisión este 2019. Escenas tan mordaces y punzantes que hacen largar lágrimas de impotencia como el juicio infantil o la llamada de Karla a sus hijos antes de saber si es deportada o no -demoledor trabajo de Karina Arroyave, por cierto- son momentos por los cuales OITNB siempre fue vanagloriada al no mirar al costado y mostrarse más presente que nunca.
Hay muchos paralelismos entre el comienzo y el final del viaje de Piper Chapman, pero es cláusula definitiva que el viaje comenzó por lo alto, y terminó de la misma manera. Uno de los elencos más diversos y talentosos de los últimos años se dio el lujo de despedirse a lo grande, cerrando historias no tan felices para todas, pero sí de una manera realista y sin medias tintas. La séptima (des)aventura de las muchachas de Litchfield rectificó el camino en su recta final y entregó una de los capítulos finales mas antológicos de todos, de una maestría tal que supo oscilar entre el humor negrísimo, el comentario relevante y el drama lacrimógeno con una facilidad pasmosa. Intentar abarcar todo el mundo de Orange is the New Black es prácticamente imposible, pero para aquellos que hayan llegado intactos hasta el desenlace, verán que la saga de las reclusas baja el telón de la mejor manera posible, sin traicionar nunca los preceptos marcados desde el día uno.
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