Crítica de Elefante Blanco

Es la historia de amistad de dos curas, Julián y Nicolás, quienes tras sobrevivir un intento de asesinato por parte del ejército durante su trabajo en Centroamérica, se asientan en una barriada de Buenos Aires para desarrollar su apostolado y labor social.

Elefante Blanco, Ricardo Darín, Pablo Trapero

Pablo Trapero es uno de los realizadores más talentosos de la Argentina, un director que se consolida cada vez más como un presentador de la dura realidad que se vive en el país. Lo hizo con El Bonaerense, lo repitió en Leonera y Carancho, y vuelve a por más con Elefante Blanco, su última y quizás mejor película al momento. Fuerte y difícil de digerir, se trata de una concisa y ejemplar radiografía de la situación que se atraviesa.

Elefante Blanco no pierde tiempo introduciéndonos en su cruda historia cuando vemos a uno de sus protagonistas escapando a través de una espesa jungla, para ver momentos después como un grupo de soldados acaba con la vida de los habitantes de la aldea a sangre fría. Y eso es lo mínimo que tiene para ofrecer en cuanto a violencia… Dicho protagonista es Nicolás, un joven cura belga en plena misión religiosa en el Amazonas. A su rescate viene el padre Julián, un amigo de hace años, quien lo lleva donde reside, una iglesia en el medio de una de las villas mas peligrosas de Buenos Aires, para que se acople a la tarea que allí se encuentra realizando con esfuerzo. Los dos curas no están solos porque Luciana, una joven asistente social, se encuenta asignada al lugar e intenta también con todas sus fuerzas auxiliar a los que no tienen nada. Toda la película cuenta el punto de vista de ellos tres, tres personas totalmente diferentes, con distintas ópticas de la vida, pero con un objetivo en común: ayudar. No será un trabajo fácil, porque ciertas personas no quieren esa asistencia, y terminan complicando su tarea humanitaria, empujándolos hasta sus propios límites.

El trío protagonista no es unidimensional, tienen aristas bien humanas y sus actitudes no son en blanco y negro, sino que tienen muchos matices, tienen fe en lo que hacen, pero ciertas situaciones los abruman y los llenan de ira, los hacen querer tirar todo por la borda, pero no lo hacen, siguen en su labor, aunque les cueste todo los que han logrado obtener. Ricardo Darín ya cumple en piloto automático con una actuación simple pero comprometida, así como también vuelve a brillar con simpleza Martina Gusmán como la mirada femenina del film. Quien se destaca es el menos conocido Jérémie Renier, el extranjero, el ojo prestado, el joven que hace todo impulsivamente, desde el corazón.

Trapero vuelve a lucirse, no tanto en el guión, como en la dirección de la película: metiéndose nuevamente con el sector más marginal de la sociedad, logra retratar de una forma asombrosamente real qué significa vivir en una villa. Por momentos el ambiente se siente tan real que la barrera de la ficción se trasciende y pareciera que uno está viendo un documental por las imágenes tan feroces y crudas que se presencian.

Si el cineasta quería impresionar, con Elefante Blanco lo ha logrado, ha creado una película con una mirada incisiva y demoledora, que se queda pegada en las retinas por días, y deja una sensación de desasosiego inenarrable. Una obra de culto, made in Argentina.

10 puntos

 

 

 

 

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