Para ser una de las franquicias con uno de los villanos más recordados de la pantalla grande, las aventuras de Leatherface y la terriblemente disfuncional familia Sawyer no han dado pie con bola en una trayectoria que abarca más de 40 años, desde que en 1974 el loco de la motosierra hizo acto de aparición en la brutal e inolvidable The Texas Chain Saw Massacre de Tobe Hooper. Mal que les pese a todos, Michael Bay y su productora Platinum Dunes le insuflaron un poco de vida a la alicaída saga en 2003 con la genial remake protagonizada por Jessica Biel, y la precuela a la misma historia no tardó en llegar en 2006, pero ya sin la fanfarria de su predecesora. Un salto en el tiempo hasta 2013, otra productora de por medio y tenemos Texas Chainsaw 3D, una continuación oficial de la original -al carajo todo lo que vino después- cuya sangrienta violencia fue directamente proporcional al poco tacto del guión -por no decir estupidez galopante-, al no haber hecho los deberes con la línea temporal de la saga. Totalmente acorralados y con destino incierto, Millennium Films optó por el camino más obvio posible: una precuela -otra más- que retratase la infancia y adolescencia del cruento asesino y cómo fue que llegó a ser el imponente maníaco que todos conocemos hoy en día. Leatherface podría haber funcionado, pero no es el caso.
Ganas no les faltaron a los chicos de Millennium para lograr una buena historia de orígenes. Haber contratado a la dupla francesa compuesta por Alexandre Bustillo y Julien Maury -de la excelente À l’intérieur– auguraba buenas intenciones, ya que no había nombres más idóneos para el proyecto, ambos provenientes de ese fenómeno de hace unos años llamado Nueva Corriente de Terror Francés, que se basaba en buenas historias con hectolitros de sangre. El gran problema de su última película es que está a kilómetros de distancia de su explosivo debut, y con un guión deprimente y sin sentido termina de llevar al ícono del terror a un pozo del que le resultará difícil salir, si es que logra hacerlo alguna vez.
Leatherface nos lleva al auge de la familia Sawyer, con la matriarca Verna -la siempre dispuesta Lili Taylor– como la mujer que lleva la batuta y la que imparte tanto premios como castigos para sus salvajes retoños. Uno de ellos en particular, Jed, tiene un alma sensible y le escapa a la virulencia que corre por las venas de su familia, pero el entorno lo empuja una y otra vez a convertirse en uno de ellos y matar por el simple hecho de poder hacerlo. Los Sawyer piensan que están fuera de la ley, hasta que se meten con la familia del sheriff Hartman –Stephen Dorff-, quien tras un giro bastante trágico separa a Jed y lo pone en custodia en un reformatorio para jóvenes. Un salto de 10 años hacia adelante nos posiciona de lleno en este sanatorio psiquiátrico, y cualquiera de estos muchachos con severos problemas mentales podría ser el Sawyer que se convertirá en una leyenda macabra. ¿Cuál de ellos será?
El guión de Seth M. Sherwood juega con un buen basamento y una buena incógnita, pero derrocha todo ese potencial con despistes obvios, y la audiencia no tendrá que hacer mucho esfuerzo mental para identificar quién de todos ellos pasará a la posteridad como el ícono del horror. El escape del hospital y posterior road movie macabra al estilo Natural Born Killers poco y nada hace para ganar la empatía de los personajes, y toda situación violenta o macabra -un tiroteo en una cafetería, una escena de sexo con un cuerpo de por medio- no profundiza en la psiquis de los protagonistas sino resultan gratuitamente perversas. Estamos frente a una película de terror para las masas, lo sabemos, no queremos una exploración freudiana de un notorio asesino serial, pero vamos, uno espera mucho más. Es en momentos como estos que uno comienza a mirar con ojos cariñosos a la reimaginación de Rob Zombie de Halloween, un trabajo superior en cuanto a exploraciones innecesarias del Mal con mayúsculas.
Leatherface no escatima en sangre y vísceras, pero sí le falta una razón de existir. La constante explicación de por qué alguien es malvado o siniestro -volvemos al entorno familiar que se visitó en la Halloween de Zombie- arruina el terror innato de un loco que corre desquiciado con una motosierra, eliminando a quien se interponga en su camino. De no ser por la labor de Taylor y Dorff, esta precuela pasaría al olvido absoluto, ya que no aporta nada que la saga no haya hecho antes ni tampoco necesite, si vamos al caso.
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