Si como dicen el mundo le pertenece a los locos, denle a Mattew Vaughn la parte que le toca. En 2014 se estrenaba Kingsman: The Secret Service, la película basada en el cómic (casi homónimo) de Mark Millar y Dave Gibbons. No solo fue un boom comercial, sino que ocupó un lugar en el género que hacía mucho estaba vacante. Tampoco hay que dejar de lado el hecho de que nos dio una de las mejores y más desaforadas escenas de acción de la década: el caos en la iglesia con «Freebird» de Lynyrd Skynyrd de fondo.
Tres años después, Vaughn regresa con otra muestra de que lo suyo es perder la cabeza. Si la primera era una historia de agentes secretos que triunfaba por corromper todo lo clásico que dejaba la cultura fílmica, la segunda redobla la apuesta, ya no solo acariciando la locura sino abrazándola. Ese es el camino que se merecía esta segunda entrega y el realizador lo entiende. La incorrección política es el traje que mejor le queda y acá continúa demostrándolo.
Con una escena inicial que abre mandíbulas al ritmo de Prince, el director escribe su carta de intenciones y nos sube de nuevo a la montaña rusa. Eggsy, ese chico de barrio de la anterior, ya es un señor agente. Con una set-piece, Vaughn hace visible el estado de esa transformación: no hay secuencia de montaje, ni flashbacks. Sólo una escena de acción. El realizador y su socia guionista Jane Goldman instalan el conflicto de inmediato, en medio de ciertas situaciones inesperadas, y ponen a Eggs y Merlin en camino a una nueva misión. La amenaza que trae Poppy, la villana de Julianne Moore -que hace acordar al personaje de Tilda Switon en Okja-, es para celebrar: se permite tocar como tema el consumo de drogas en medio de una coyuntura hipócrita y actual, con humor y sarcasmo.
La película es bastante más extrema que El Servicio Secreto. No en el sentido gráfico del gore –que lo hay-, sino en la forma de abordar el delirio. En un momento, Poppy dice que en el mundo todo se volvió «más grande, más veloz, más audaz», y ese pilar es básicamente sobre el que se sostiene esta continuación. En este caso no es algo negativo, sino todo lo contrario. La pérdida del control es necesaria para que sea autoconsciente de las locuras que plantea: escenas con picadoras de carne, perros robots y una maravilla que incluye rastreadores GPS corporales, que funcionan de la manera más bizarra que se les ocurra.
Taaron Egerton construye un Eggsy más sólido y maduro, pero aún fresco e irreverente. Mark Strong hace crecer a su Merlin, regalándonos una de las mejores escenas de la película -que incluye escucharlo cantar-, mientras que Colin Firth retoma, sin mucho vuelo, a su Harry Hart de paraguas letal. En cuanto a la contraparte norteamericana, el Champagne de Jeff Bridges es carisma puro, en tanto que lo de Channing Tatum como Tequila queda más como un cameo que como un personaje presente. Halle Berry carga con uno que es espejo del de Strong, pero en una versión melancólica, lo que le agrega un color interesante a un personaje que en los papeles no decía mucho. Contra todo pronóstico, el show le pertenece a Elton John con una participación MÍ-TI-CA. Cada escena en la que aparece hace valer el precio de la entrada.
Matthew Vaughn es uno de los directores del mainstream actual que mejor filma escenas de acción. Hay secuencias espectaculares en esta secuela; una que incluye a un telesférico, el ingreso a Poppytown y aquella que sucede en una cabaña, y todas llevan su nombre tatuado a fuego. Incluso si uno espera encontrarse con una escena «a lo Freebird», la película puede que lo sepa recompensar. Con una fotografía que navega Europa y América del Norte con un sentido del color refinado pero intenso, y una banda sonora de Henry Jackman, fiel a su estilo, más algunos temas de Bruce Springteen, Franz Ferdinand y The Who, entre otros, Kingsman: The Golden Circle se convierte en una de las películas de acción del año, que no hay que dejar de ver en pantalla grande.
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