Parece que hubiera sido ayer cuando las series se apoderaron del mundo. Si bien el mercado produjo televisión de calidad de diversos géneros y temáticas con mucho éxito y de manera innovadora desde los años ’70, uno no se equivoca cuando plantea que hay un antes y un después en la manera de narrar historias episódicamente gracias a ciertas obras que emparejaron el partido ante el siempre vigente cine.
Esto resultó también en que, al descubrirse una mina de oro al dividir temporadas, creando cliffhangers -los ganchos que te dejan esperando el próximo capítulo- y largar las temporadas enteras de un tirón, haya aún hoy una saturación total de la TV que hace que lamentablemente tengamos que elegir con cuidado qué ver para no caer en la desilusión del falso boca en boca que hoy se genera tan fácil.
Antes de que hubiera una Breaking Bad, Sons of Anarchy y Mad Men conquistando millones de televidentes hubo una serie madre que, si bien no fue la pionera en contar historias sórdidas de desarrollos conflictivos, sí fue la que popularizó la calidad con la que podían hacerse las cosas.
En 1999 The Sopranos vino a plantearnos una manera distinta de ver series, a la vez que implementó ideas y conflictos que servían no solo en pos de un argumento muy interesante sino que también sumaban a la personalidad y carácter de cada uno de los personajes involucrados, haciendo que de esta manera el viaje que nos hacía emprender a lo largo de sus seis temporadas se volviera tan atrapante como solo lo logran las mejores historias.
Seguimos el día a día de Tony Soprano, el líder del crimen organizado en una de las familias que dominan el territorio de Nueva Jersey, mientras trata de lograr un balance entre la vida delictiva -con las de sus amigos y capitanes en el negocio- y la vida familiar -dentro de su hogar, una batalla que se libra por sí sola-.
The Sopranos es distinta. Como tal, empezar a verla, digerirla y terminarla es un proceso que puede llevar mucho más tiempo del esperado porque requiere una especial atención a los detalles y a la simbología de cada capítulo, que da pistas sobre el estado en el que se encuentra la trama, además de cocinarse a un fuego lento que te consume los nervios.
No es ese tipo de series que cada capítulo te deja con la cabeza explotada para que inmediatamente pongas Play al próximo. Yo, al menos, no soy muy adepto a ese tipo de producciones porque logran que pongas el siguiente capítulo al segundo de terminar uno, sin que hayas pensado en qué acabas de ver, qué implica y qué tuvo para decirte.
Habiendo nacido antes del nuevo milenio, donde las reglas sobre los desarrollos de los personajes y los climas televisivos todavía no estaban muy definidas, se basa en su propio ritmo y en el lento descenso a la locura a la que todos tememos llegar.
Cada conversación es un ladrillo en la pared y cada suceso es un escalón más que tomamos hacia abajo, donde encontramos la fortaleza de un guion que entiende lo que quiere transmitirle al espectador, en diversas dosis.
La metamorfosis de Tony es un ejemplo de desarrollo emocional y personal que solo pocas series han sabido repetir a lo largo de los años, con la de Walter White como máximo ejemplo de evolución de personajes.
Resulta increíble también el saber que la serie también pone en jaque tus valores, porque desde el principio entendemos que estamos frente a personas que eligieron ese estilo de vida y como tales su humanidad es muy dudosa. Aun así no podemos más que simpatizar con cada uno de ellos una vez que entramos al mundo en el que se encuentran y utilizamos la lógica del «negocio».
Tanto Tony como Silvio Dante, Paulie Gaultieri, Christopher Moltisanti o cualquiera de los personajes principales viven en un frenesí emocional del que nadie puede escapar y eso es algo que se debe entender desde el principio.
El cine gangster es uno de los más abordados desde el inicio de dicho arte, con predominio de los personajes de James Cagney, hasta el primer Scarface del cine y hasta la evolución del llamado cine noir que dio paso a las obras cumbres que todos conocemos.
Todas y cada una de ellas dejaban algo en claro: por más glamoroso que se vea, el mundo de la mafia y el crimen organizado no tiene nada de cool. Es un lugar donde no existe la confianza, la fidelidad se vende al mejor postor y todos cumplen un rol fundamental hasta que ya no son útiles.
La serie refleja ese estado de paranoia y miedo constante como ninguna pudo hacerlo a través de sus temporadas, y algo que es notorio es justamente el cambio de tono que va sufriendo a medida que la historia se desarrolla y las apuestas suben. Durante las primeras temporadas podemos ver ciertos tonos humorísticos que descomprimen la trama y que van de la mano con las actitudes de muchos personajes, pero esto va disolviéndose porque los guionistas entienden que la felicidad y el éxito son efímeros.
Sólo hay dos salidas de un mundo así: la cárcel o la muerte. Tony Soprano lo entiende y asistimos al show de su personalidad intimidante donde solo trata de dejarle una buena imagen a la gente que lo rodea mientras trata de hacer lo correcto para todos.
Ante todo, The Sopranos es una serie que logra destacarse no solo por su sórdido argumento y sus personajes magnéticos sino también por una estética propia que la hace resaltar y que denotan el sentido de cuidado y atención a cada detalle, en lo que termina siendo un gran preludio a la inevitabilidad que queremos rechazar durante seis temporadas pero que llegará de todas maneras.
El final del camino arranca irónicamente en el primer capítulo y no hay nada que podamos hacer para evitar el desenlace que se aproxima. Nada salvo mirar.
Ni hablar de su final, muy comentado aun hoy, 14 años después de su emisión. La primera sensación que me dejó cuando terminé de verlo fue de asombro por lo abrupto de la situación y la escena, y supongo que por ello fue tan criticado en su momento. Al haberse emitido antes de que los replays, servicios de streaming y subidas de videos instantáneas en Youtube entraran al juego, entiendo que la reacción inicial al dejar correr los créditos haya sido de incredulidad ante ese cierre tan súbito pero es un final que mejora con cada visionado que le das y cumple con un sentido claro, conciso e impactante.
No soy de los que piensan que sea ambiguo, sino que para mí la respuesta a qué sucede es más que clara y, lo queramos o no, el camino a dicho final está pavimentado de pistas por todos lados. «Don’t Stop Believing» de Journey despidió el camino de lo que son los mejores personajes de una serie en mucho tiempo, una mitología de la que es difícil despegarse y sobre todo le dijo adiós a una manera de hacer series, algo que pocas veces se ha podido replicar con tanta dedicación y pasión por su relato.
Porque, seamos honestos, no podemos comparar una serie genérica de fin de semana de cinco capítulos de Netflix con las mejores series que la TV nos dio la posibilidad de explorar.
Podría hablar horas de mi serie favorita. De todo lo que la rodea, de su status de culto que aún hoy tiene merecidamente y de su influencia en todo lo que vino después. Pero elijo cerrar esta reflexión con una frase del tema que cierra la serie antes de que el silencio diga más que todo un guion en apenas segundos:
«Algunos ganan, algunos pierden.
Algunos están hechos para cantar el Blues.
La película jamás se detiene.
Y sigue, sigue, sigue y sigue…»
Solo queda esperar que los atisbos de genialidad que tenemos en las series cada cierto par de años no dejen de suceder y, sobre todo, que jamás se pierda la magia de querer transmitir un desarrollo complejo e inteligente por la explotación de uno o más personajes y su potencial en mil series, spin offs y precuelas.
Larga vida a The Sopranos y que siempre podamos volver a esa droga narrativa.