Para disfrutar Guns Akimbo, la clave está en no intentar comprender por qué las cosas ocurren, sino adentrarse en su lógica. Darle play y dejarse llevar, como hacen los usuarios de Skizm, un club de la pelea online.
En él los usuarios combaten a muerte. Callejones o estacionamientos son los escenarios desde los que se transmite en vivo, mientras que el público, alienado por los videojuegos, consume y apuesta por quién se mantendrá con vida.
Miles, el personaje de Daniel Radcliffe, está pasando por una mala racha. Perdió a su novia, el trabajo lo aburre. Es así como, algo ebrio, decide buscar un poco de adrenalina jugando a ser el villano en la sección de comentarios de la mencionada plataforma. Con tanta mala suerte que lo que escribió no se pierde en la inmensidad de mensajes, sino que lo identifican y es buscado para represalias.
La consigna a resolver de la película, y lo que la ubica dentro del género comedia de acción, es la aparición de las manos de pistola. Algo así como un joven manos de tijera pero millenial, Miles amanece con sus manos abrochadas a dos armas con un trabajo casi quirúrgico. Si bien la primera reacción es la sorpresa, luego la «desgracia» se incorpora rápidamente y es desde donde la dinámica funciona. El obstáculo brinda una cadena de situaciones absurdas, que se aprovechan en profundidad, y se combina con los momentos de enfrentamiento a su rival.
Para librarse del castigo, Miles debe eliminar al usuario invicto de Skizm, Nix, un personaje femenino al que se puede describir como la Avril Lavigne del universo Mad Max. Es Samara Weaving quien encarna a esta letal máquina de matar, alimentada a base de cocaína.
Según el director Jason Lei Howden, las escenas de extrema violencia son exageradas, con cuerpos volando por doquier al nivel de la caricatura, porque quien mira sabe que no es realista. Todos los elementos disparatados escogidos se logran combinar y funcionan, dando un cóctel de personajes originales con gusto a comedia, acción y mucha, pero mucha pólvora. El ritmo de persecución se traduce a la duración acertada de la película. Las cosas ocurren en el tiempo que deben pasar, después de todo, cuando alguien está buscándote para matarte no hay momentos para reflexiones.
Basada en una historia real, la ópera prima de Francis Annan transcurre en 1973, en plena Sudáfrica del Apartheid, donde el racismo y autoritarismo eran los valores comunes para toda persona blanca. Dos presos políticos defensores de los derechos civiles son detenidos en la hermética y altamente vigilada Prisión Política Pretoria para hombres blancos, porque la segregación valía también para criminales.
¿La condena? Doce años para la mente detrás de la intervención, Timothy Jenkin, interpretado por Radcliffe. Con una barba prominente, melena por los hombros y gafas de época, este abogado comienza a planear su escape desde el momento en que pisa el cemento carcelario. Esa fue la última promesa a su novia, no rendirse.
Para su compañero Stephen Lee, el segundo de los traidores -no solo a la patria sino también a su raza-, ocho años. Y como para no extrañar a la saga que lo catapulto a la fama, de nuevo Radcliffe hace dupla con un colorado. Esta vez Daniel Webber (The Punisher).
La película está centrada plenamente en la fuga. No hay un gran desarrollo de personajes y, fuera del archivo histórico introductorio al comienzo, más alguna demostración de desprestigio hacia el personal negro dentro del penal, nos olvidamos del contexto. Sin embargo, el no aclimatarse buscando amigos y el rápido proceso de idear un plan indican la profunda lucha de estos dos prisioneros. Ellos no quieren tener una historia dentro de la cárcel, por esto no la conocemos, quieren irse cuanto antes de ahí, sin fallar.
Es así como, con encuadres ingeniosamente variados, aprovechando la dinámica de engranajes y puertas de un lugar que es la oda al encierro, recorremos el plan maestro de Jenkin. Su obsesión por el detalle complejiza su gran revelación, para salir «no hay que saber todo sino lo necesario».
Entre los adeptos que intenta convocar, se encuentra Ian Hart, con quien Radcliffe ya compartió pantalla en la primera entrega de la saga del mago, en la que aquel era el Profesor Quirell. Con cadena perpetua, y ya resignado, su personaje intenta frenar en vano a este Mandela blanco.
Sin música que condicione el clima, todas las escenas son tensión pura. Daniel logra un trabajo de contención corporal a la perfección, exponiéndose a un stress mental que agota de solo verlo.
Con dos roles sumamente diferentes, el inglés demuestra que su rango actoral justifica su renombre, aunque todavía esperamos el gran papel que rompa el hechizo que nos hace automáticamente identificarlo con Harry Potter. Desde el despliegue físico a la construcción de acentos, con barba tupida o con pistolas de manos, Radcliffe es creíble en escena y se dedica de lleno a sus personajes y, todavía, tiene mucho por dar.