¿De qué manera se pueden crear hoy en día ficciones que estén dotadas de incorrección e irreverencia? ¿No es acaso un gesto de comodidad y facilidad apuntar contra los evidentemente poderosos sin antes realizar una autocrítica, que pueda incluso incorporar dosis de humor? ¿Qué tipo de interpelación puede construirse desde el cliché y el estereotipo? Estos son algunos de los interrogantes que me surgieron mientras veía Homeless, la nueva película animada dirigida por José Ignacio Navarro, Jorge Campusano y Santiago O’Ryan. Pero vayamos primero con la premisa.
Un conjunto de vagabundos vive en un basural bajo la siguiente consigna: «el dinero es una droga apestosa, la más peligrosa del planeta, es la única que se debería prohibir». Al menos esto es lo que sostiene el líder Raúl (Sebastián Rosas). Este, en tanto cabecilla, se encarga de organizar la recolección de navidad, fecha en la que la gente «pierde la razón» y existen mayores posibilidades de conseguir comida.
Paralelamente se nos presentan otros dos escenarios: por un lado la situación de Quesillo (Emiliano Venosa), un niño millonario que vive una cotidianidad desesperante y no desea ser como sus pares. Luego está la circunstancia del asalto virtual ejecutado por «Gigabyte» (Juan Carlos Rodríguez) y «Mickey Rata» (Elliot Leguizamo), este último hijo de Waldo (Gerardo Vázquez), un viejo déspota quien luego de ser sacado de su estado de criogenización busca sabotear la red financiera internacional, en pos de establecer a su empresa como la única existente y así dominar las conciencias de todos los seres humanos. Dicho acontecimiento desata la locura masiva y provoca que Quesillo termine encontrándose con los «vagos». El niño halla un pen-drive que contiene todos los datos económicos del mundo y por ende deberá encargarse, junto a Raúl, Jackie (Bernardo Rodríguez) y Germán (Iván Fernández), de restablecer el orden para poder regresar a su posición de marginados del sistema.
Si tenemos que señalar un punto fuerte de Homeless, sin dudas el más destacado es la calidad visual de las animaciones. Los protagonistas exhiben una vivacidad entrañable, sostenida sobre todo por sus ingeniosas ocurrencias. Algunos son estéticamente rememorativos de figuras de la cultura pop, como por ejemplo el personaje similar a Tony Montana que aparece en los billetes, la vagabunda parecida a Divine de Pink Flamingos (1972), y el propio Waldo quien, además de contar con el mismo oficio y una historia de origen idéntica, está físicamente emparentado con Walt Disney. Resulta evidente que recurrir a las referencias y a los íconos influyentes no implica una decisión necesariamente errada, pero cuando esto se vuelve norma se convierte en un denso pastiche -como verán en el film, las alusiones se tornan excesivas-. Este problema se agudiza por el hecho de que las obviedades y los lugares comunes también surgen a nivel narrativo. La utilización del humor grotesco y de imágenes provocativas escasamente funciona; el contexto post-apocalíptico y el plan conspirativo son utilizados como una mera excusa para habilitar la peripecia -ya que no se trabaja en profundidad esa coyuntura caótica- y las características de los personajes responden, en su mayoría, a estereotipos clásicos: un vagabundo incorregible pero noble, un niño rico pero infeliz, una adolescente hippie -Menta (Azucena Martínez)- que se revela frente a la autoridad, entre otros.
Sin embargo, los escollos principales los encuentro -perdón por el atrevimiento de hablar en primera persona-, en las lecturas políticas que el film me suscita. Algunos planteamientos centrales, como por ejemplo que los vagos eligen su condición de marginados, que el sistema -no cualquiera sino este, el que se pretende cuestionar o al menos ridiculizar- es necesario para conservar el orden -nótese que no se dice «libertad»-; o el hecho de que ser esclavo o no del dinero es una cuestión de elección se me presentan como enunciados falaces y, a la vez, como parámetros que desactivan la mordacidad de la propuesta. Estas afirmaciones se tornan aun más estériles debido a que, en ocasiones, aparecen en forma de frases sueltas y subrayadas, pero sobre todo porque terminan siendo disueltas por el objetivo que tienen que alcanzar los protagonistas: volver todo a la cómoda e injusta normalidad.
A pesar de todas estas particularidades discutibles y contradictorias presentes en Homeless, la sensación que prima es la de una oportunidad desperdiciada. La chance de configurar una animación alternativa que ponga en pantalla asuntos idiosincráticos de nuestro continente -teniendo en cuenta, por ejemplo, las posibilidades narrativas de la actualidad chilena- es tirada por la borda. Por el contrario, el resultado es una obra estándar que lejos de «ofender a todos por igual» -como se propone al inicio del metraje-, termina contrarrestada por sus propias decisiones. Algunas de estas son: adoptar un lenguaje neutro y manido, aproximarse a tópicos de tipo «universal» y concentrar toda su potencia en chistes simples y trillados relacionados con lo sexual, lo escatológico o el consumo de drogas. Solo queda esperar que los intentos por componer miradas que disputen sentidos políticos desde la animación continúen, y que estas se vayan afianzando cada vez con mayor contundencia y osadía.
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